Teresa, 2º ESO C
Yo llevaba observando a la chica desde el día en el que
entró en la categoría de los desgraciados. Era mi trabajo. Yo, como muchos de
los de mi mundo, soy asignada a los humanos de esta categoría y añado algo de
magia a sus vidas, les proporciono pequeñas maravillas que les dan la fuerza de
continuar y, con el tiempo, los saco de la desgracia.
Los humanos son ciegos por naturaleza. Sus ojos no ven
nada que no sea físico, como los seres como yo. Su visión les engaña y les hace
creer que somos lo que no somos, que tenemos una apariencia que no tenemos, y
sobre todo, que no hacemos la magia que hacemos. Sus ojos nos hacen pasar
desapercibidos, y si captaran una pizquita de magia, la irían olvidando al poco
tiempo, como cuando no recuerdan lo que han soñado. Apenas existen humanos que
no son ciegos del todo, que pueden ver la magia y, lo más importante, que se
creen lo que ven. Pero estos nunca han entrado en la categoría de los
desgraciados.
Con la muerte de su madre, su padre la dejó al cuidado
de su madrastra, quien la mantenía penosamente y la tenía como esclava. Además,
sus hermanastras le dirigían burlas constantemente, lo que bajaba aún más la
autoestima de la muchacha.
Lo primero que hice fue mandarle los pájaros y los
ratones. Esos animalillos eran su maravilla imposible e inexplicable, el origen
de la esperanza que su vida necesitaba.
Era soñadora, y por aquella época deseaba ir al baile
del príncipe. Tan introducida estaba en su ensoñación que hasta se quiso hacer
un vestido. Los animales la ayudaron con esto sin dudarlo, pero yo ya me veía
venir que su deseo sería destruido por quienes la mantenían en la desgracia.
Y así fue. Cuando su vestido estuvo terminado después
de tan duro trabajo, el día antes del baile fue destrozado a manos de sus
hermanastras. Ante la visión de la destrucción de lo que tanto había deseado,
la joven se quedó paralizada, y lo único que pudo hacer fue romper a llorar una
vez el vestido ya no tenía arreglo.
Al ver esto me llené de frustración, lo que no es nada
típico en mí.
Cuando su llanto terminó, salió al patio para ver a los
pájaros y que estos le brindaran algo de alegría que hiciera frente a sus
penas. Pero se encontró a una señora mayor con una larga caperuza azul oscura.
Si, guiada por un sentimiento tan humano como la
frustración, me presenté ante la joven y sus ojos me interpretaron de ese modo.
Pero cuando ella me preguntó si yo era una bruja, no
pude evitar alarmarme y darme cuenta de que ella no era del todo ciega.
Le dije que yo era su hada madrina, le hice un nuevo y
hermoso vestido con zapatos de cristal y un carruaje para ir al baile. También
le advertí que tendría que irse del castillo antes de las doce en punto, porque
a esa hora terminaría el efecto del conjuro. Eufórica, se fue a su soñado
baile.
Pasaron las horas y yo me quedé, en secreto, esperando
en la puerta del castillo, expectante.
Entonces oí el reloj dar las doce en punto e, instantes
después, vi a la joven abrir la puerta desesperadamente mientras su pelo se
soltaba, su vestido volvía a ser los harapos que llevaba antes; y un joven la
llamaba y perseguía, confuso. El príncipe.
Mientras bajaba las infinitas escaleras, se le cayó uno
de los zapatos de cristal. El muchacho, al ver que no podía seguir persiguiendo
a la joven y que debía volver a la fiesta, recogió el zapato. Pensando que la
historia no podía terminar así, hechicé de nuevo el pequeño tacón para que
durara más tiempo.
Al día siguiente, observé sobrecogida como el enamorado
príncipe buscaba por todo el reino a la joven del zapato de cristal.
La muchacha fue encerrada en su habitación por su
madrastra, pero los animales la ayudaron a salir cuando el príncipe se presentó
en su casa, y sin que nadie pudiera evitarlo, se probó el zapato y el príncipe
pudo mirar a su princesa de nuevo a los ojos.
La muchacha se casó con el príncipe, saliendo de la
categoría de los desgraciados. Los animales siguieron con ella, pero yo tuve
que dejarla porque mi trabajo había terminado.
Aun así, le hice alguna visita de vez en cuando, y no
tardé en hacerla comprender que no podía contarle nada sobre mí a nadie.
Y… Vivieron felices y comieron perdices.
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